Era tarde en Múnich. A esas hora, encontrar un sitio para saciar el hambre y disfrutar de una jarra enorme de cerveza oscura resultaba casi un milagro, pero, entre algo de suerte y pura cabezonería, se hizo el apaño.
La cerveza no tardó en llegar. Un par de sorbos de aquel maná oscuro fueron suficientes para dejar atrás un día igual de oscuro, pero en un sentido menos placentero. Llegó su asado de ternera. Un trozo de carne acompañado de una especie de albóndiga de patata, ambos bañados en una piscina de salsa marrón oscura humeante. Desprendía un aroma lo suficientemente intenso como para despertar el hambre de cualquier ser vivo del lugar. El sabor le hacía justicia. Tras probar la carne y mojar varios trozos de pan en la salsa, le llegó el turno a la bola de patata. Pero esta aguardaba, paciente, para complicar la trama. La dichosa bola se pegó al tenedor fundiéndose a él, envolviéndolo con su cuerpo áspero, pastoso y pegajoso, dificultando la tarea de partirla. El tipo, por alguna extraña razón, se metió un trozo de aquella bola siniestra en la boca. Esa pasta insípida se aferró con sequedad a su garganta. Parecía crecer al tragarse, como un hongo maquiavélico buscando destruir de forma horrible al primer humano que cayese en su trampa. Tuvo que dar un sorbo a la cerveza para mover aquella masa y así, salvar la vida. Esa cosa se arrastraba por su garganta hasta el estómago tal y como se arrastran por una tubería atascada los restos de comida putrefactos y acumulados durante meses, al ceder por la presión del agua. Sin entender muy bien por qué, siguió separando más trozos con el tenedor e intentando digerirlos. Pero esa bola no se terminaba. Él seguía partiendo más y más trozos mientras reflexionaba sobre lo absurdo de arruinar un plato tan delicioso con aquella masa insípida. No reparó en que la bola crecía y la cerveza menguaba al mismo ritmo.
A su espalda, de la pared colgaba un cuadro en el que un hombre yacía con la cabeza estampada en un plato hondo, rebosante de salsa oscura. A su lado, una enorme jarra de cerveza vacía. Una advertencia nada sutil, si me preguntan.
Alguien que daba sus primeros pasos hacia un destino empezó a encontrar baldosas. Poco a poco, aquellas baldosas cubrieron el camino por completo, haciendo su paso más cómodo y ligero. Estas mostraban multitud de imágenes curiosas. Imágenes que incluso eran animadas y se movían. Al acelerar su marcha, dejaba de mirar a su destino fijando la vista totalmente en las baldosas. A cada paso le parecían mucho más entretenidas, mucho más graciosas y mucho más interesantes. A más baldosas, más velocidad. Pero esa persona no deseaba correr; eran el suelo y las baldosas los que lo forzaban a hacerlo. Intentó parar y dejar de mirar las baldosas, pero la velocidad era ya tal que no podía alzar la vista si quería mantener el equilibrio. Las imágenes en las baldosas, que empezaban ya a repetirse, ya no le resultaban ni graciosas ni interesantes. No recordaba su destino, sólo quería dejar de correr y de ver baldosas.
En otro mundo, alguien caminaba también sobre baldosas. En una de ellas vió a una persona correr, de una forma bastante torpe y cómica, sobre un camino de baldosas.
Un tipo estaba en la barra de un bar sentado al lado de un maniquí de madera que acariciaba un gato peludo en su regazo. «Nunca debí haber hecho caso a un pato sobre cuestiones financieras», le dijo a un gato enorme de madera que acariciaba a un maniquí peludo en su regazo. El gato, que ahora era un pato, le cogió la mano y tiró de él. Empezaron a bailar y cantar una pegadiza canción sobre deudas y amortizaciones.
No recordaba cuando vió la brecha por primera vez. Era una línea de luz que partía horizontalmente a la mitad toda la realidad observable. Al principio, irrumpía tímidamente como una línea muy fina en su campo de visión, pero, poco a poco, se hizo más gruesa y molesta. Aquella división brillante aparecía en todo lo que el ojo podía percibir y no se libraba de ella, mirase a donde mirase, fuera de día o de noche. Incluso con los ojos cerrados y viendo todo oscuro, la línea estaba allí. Era tan molesta que no podía evitar correr a mirar otra cosa. Finalmente, entre imágenes partidas, despertó. La persiana no estaba completamente bajada y la luz, rabiosa, entraba por la rendija que dejaba abierta en la ventana.
Un joven de esos que visten con uniforme de colegio corría para coger su autobús. Esa mañana se entretuvo demasiado arreglándose el pelo y ahora iba con el tiempo justo.
Al llegar a la estación, vio con impotencia cómo el autobús cerraba las puertas y arrancaba a unos metros de él. Las piernas le flaquearon un instante, pero la imagen de lo que le esperaba en casa si volvía a perderlo, lo empujó con fuerza hacia adelante.
Los letreros hicieron brillar mensajes que gritaban “no lo vas a alcanzar”, “¿para qué corres, si sabes que no llegarás?” y “siempre te pasa lo mismo, vas con el tiempo pegado a la cara”. La gente en la parada se veían como figuras desenfocadas, manchas borrosas que parecían voltearse hacia él para juzgarlo con escepticismo y lástima; le exigían que aceptase que su derrota y asumiera que ese bus había pasado ya a mejor vía. Nadie lo estaba mirando en realidad, pero el muchacho no tenía tiempo para darse cuenta de ello.
Alcanzó a la criatura de hierro y golpeó su puerta con fuerza, como un mago en una pecera que golpea desesperado el cristal al ver su truco fallar. El conductor, apiadándose del muchacho, detuvo el vehículo, lo dejó entrar y examinó el billete con desconcierto. “Este no es su autobús, ¿no se ha fijado en todos los letreros indicando que el suyo venía con retraso?”, le dijo devolviéndole el billete con hastío. El rostro del chaval, rojo con un tomate, dibujó una sonrisa nerviosa que suplicaba perdón mientras recordaba coger aire.
Dejó ir a ese pobre autobús y se secó la cara; estaba empapada de sudor y gomina. Comprobó que aún quedaban cinco minutos para que llegase el suyo y se dirigió, no sin cierta parsimonia, al baño de caballeros; le daba tiempo de sobra para limpiarse un poco y arreglarse el pelo de nuevo.
Juan buscaba rosas azules. En un mundo en el que todos habían sufrido lo indecible y luchaban por reconstruirse, él cultivaba y vendía rosas de cada color posible, menos el azul. Sabía que existieron en el pasado, pero no halló mucho escrito sobre ellas. En sus innumerables viajes y aventuras, se ganó la amistad de personas de diferentes lugares, etnias y culturas que trataron de ayudarlo a encontrarlas.
Pero lo único que traía consigo de aquellos viajes eran sus experiencias y aprendizajes, que compartía con la gente del lugar, como Pedro, hábil carpintero y también, su mejor amigo.
Pedro compraba ramos de rosas para su difunta esposa, a quien visitaba casi a diario. Siempre guardaba una flor para su hija Clara, el amor de su vida. Como los ojos de la niña eran azules, Juan le prometió que los primeros ramos de ese color serían para ella.
Al regresar de uno de sus viajes, Juan se encontró con los restos de lo que parecía haber sido una batalla reciente. Los ataques eran frecuentes y los lugareños estaban ya acostumbrados a ellos, pero ese fue especialmente violento; había casas calcinadas y varios cuerpos por el suelo. La gente le contó que repelieron la amenaza con éxito, aunque ahora tendrían que reconstruir todo lo perdido.
Llegó a su casa y comprobó con alivio que tanto la vivienda como su vivero, estaban intactos. Tendría que olvidarse de sus viajes por un tiempo; la gente va a necesitar flores para las personas que habían perdido, pensó. Y calculó pasar los siguientes días preparando ramos para todos. Pensó también en su amigo Pedro, quien sin duda tendría mucha faena por delante.
Cuando se acercó a la casa de su amigo, sintó como el estómago le estrangulaba la garganta. La puerta estaba sospechosamente abierta. Entró y vió el cuerpo de Pedro en suelo. Sin vida. Con su viejo puñal en la mano. A pocos metros yacía el de un asaltante, destrozado. Encontró a Clara escondida en uno de los armarios de las habitaciones de arriba, aterrorizada. En ese preciso momento decidió que aquellas aventuras de buscar flores azules habían terminado para él.
Cuidó de Clara como si fuera su hija hasta el fin de sus días. A menudo, lo visitaban antiguos compañeros de aventuras que llegaban desde muy lejos para revivír juntos anécdotas pasadas.
Nunca quiso viajar de nuevo. Encontró todo el azul del mundo en los ojos de Clara, que se iluminaban al sonreir mientras preparaba ramos de rosas para sus padres.
«Parece que va a llover», se leía en la pizarra del bar de una recóndita posada, perdida entre montañas donde la lluvia nunca cesaba. Era el punto de encuentro para quienes mataban el tiempo con una pinta de cerveza. Y lo hacían en silencio; allí nadie hablaba. En ese cementerio de seres bebientes, sólo se oía a la posadera ocupándose de sus rutinas y el murmullo del agua contra las ventanas. Pero esa calma, tan apreciada por todos, era interrumpida los días que cierto personaje decidía pasarse por allí.
Aquel era un tipo de los que no callan ni bajo el agua. De esos que cuentan detalles de su vida al primero que se les cruza y que cuando te hablan de un tema, pasan a otro distinto dejándote con la respuesta en la boca. Y ese día tenía muchas ganas de hablar.
Estaba completamente empapado. Nada más entrar por la puerta se quejó de la lluvia, lamentando haberse dejado el paraguas en casa. Siguió hablando sin parar. La posadera lo observaba impaciente, deseando que pidiera algo de una vez, para poder volver a sus rutinas. Tras liberar a la pobre mujer y ya con su pinta en la mano, caminó por la sala buscando víctimas, lanzando frases a todo aquel que osara a cruzarle la mirada. Algunos se refugiaban tras sus vasos de cerveza, como niños chicos evitando los ojos del profesor para no ser preguntados. Uno sintió tal agobio que huyó al baño para salvarse, pero lo encontró ya ocupado por algún otro más avispado. Resignado, observó desde el fondo del local cómo la boca de aquel devorador de atención se hacía más y más grande. Se hizo tan enorme que empezó a engullir el bar entero. Literalmente.
Se abrieron grietas enormes en las paredes. El suelo y el techo empezaron a resquebrajarse. Una tras otra, las ventanas estallaron provocando un estruendo aterrador. Tablas, piedras y cristales eran absorbidos por ese precipicio dentado que lo aspiraba todo con furia demencial. Platos, jarras y vasos se veían como proyectiles en el aire chocando entre sí, explotando en pedazos por todas partes. Las mesas y las sillas se arrastraban con violencia, golpeando sin piedad a quien encontrasen en su camino. Algunos se aferraban a las vigas buscando la salvación pero, al ser estas de madera, se partieron como mástiles de un navío castigado por la peor de las tormentas. Un pobre gato chillaba desesperado arañando la nada mientras volaba hacia su final, desapareciendo en el interior de aquel abismo. Ya no quedaba esperanza para nadie; tarde o temprano todos serían tragados por ese agujero de carne y dientes.
Pero, afortunadamente, todo llega a su fin. Cansado ya de que nadie le hiciera caso y sin comprender las reacciones de agobio, horror e incluso pánico que veía a su alrededor, terminó su pinta y se fue sin más. La posadera entonces, con toda la tranquilidad del mundo, se acercó a la pizarra y borró lo que estaba escrito en ella. La calma volvió al lugar y algunos se acercaron a por otra cerveza, en silencio.
Hace meses que jugamos a este juego: en cuanto me piensa, me precipito contra su pecho con todas mis fuerzas. Me encanta notar cómo su respiración se quiebra al estrujarle con mis abrazos. Es una obsesión que me pierde. De noche, disfruto despertándolo para recordarle que sigo a su lado, aferrada a él, sin intención alguna de soltarlo.
Habla de mí con sus amistades. Le repiten una y otra vez que me olvide, que no se preocupe tanto, que terminaré desapareciendo. Le dicen que pasaré como pasa el tiempo. Sin embargo, esas palabras sólo hacen que me piense con la misma fuerza con la que yo lo abrazo.
Aún así, reconozco que me aterra que se distraiga, que se vuelque en actividades que le impidan pensar en mí. No soporto esa idea. No podría vivir sin abrazarlo.
Pongo en marcha un plan infalible: un abrazo tan intenso que nos fundirá a ambos para siempre. Me lanzo sobre él y aprieto con fuerza. Y sigo apretando, con mucha más fuerza; no quiero parar. Noto cómo sus huesos empiezan a protestar, clavándose en su aliento. Él se revuelve de dolor y sigo insistiendo. Llegamos juntos a un nivel de intensidad que jamás habíamos experimentado. Pero no estoy satisfecha: quiero más. Reúno todas las fuerzas que me quedan para apretar con aún más ímpetu. De pronto, noto que se rinde. Ya no percibo resistencia alguna; no respira en absoluto.
Exhausta, contemplo con miedo y decepción su cuerpo agarrotado en el suelo. Ya no me piensa, ni desea continuar nuestro juego.
Las horas se prolongan como días, meses y años. Bueno, puede que exagere con los años. Aun así, el reloj parece detenido en este soporífero mar en calma y yo no soy precisamente alguien paciente. Desde aquí no diviso ni dirección ni destino.
Tengo hambre, el aburrimiento me consume y, para colmo, están los peces. Esos dichosos peces. Un montón de criaturas muy aburridas corriendo muy agobiadas de un lado a otro por asuntos que no le interesan a nadie. Algunos chocan contra mí, rompiendo la paz que había pactado con mi propio aburrimiento. Parecen suplicarme hacer algo todavía más aburrido que dejar correr el tiempo: unirme a ellos.
Arranqué un viaje prometedor con gente interesante y capitanes experimentados. Ahora, en cambio, me encuentro solo y sin rumbo, hostigado por peces insoportables, preguntándome qué fue de todo aquello.
Otra hora más. Parece que esos molestos peces se han ido con sus prisas a otra parte. Aprovecho para dejarme atrapar por mis pensamientos. De pronto, algo sucede. Una ola gigante me golpea. Sin embargo, no se trata de una ola sino de otro pez. Lo reconozco enseguida. Es un pez gordo a quien no parezco caerle bien. Me mira con desprecio pero ignoro su gesto porque, tras esta odiosa e interminable espera, por fin diviso tierra.
Restos de su antiguo navío flotan por doquier. Su fuerza y protección se perciben aún en el agua. Se aproxima una tormenta y su humor no está para tales inclemencias. «Debería haber traído un paraguas», murmuró.
Y llegó ese día, ese dichoso día. Te quedaste mirando el jardín y te imaginé rompiendo a correr, creando viento, sin intención de parar ni de rendirte a la dejadez del cansancio del que no está cansado y siendo otra vez una flecha sin destino.
La primera vez que llegaste eras más pequeña que mi mano. Tu energía era inagotable, inacabable, inextinguible. Eras más rápida que el tiempo, como un rayo de luz infinito atravesando cada habitación, corriendo, trepando, jugando y desafiándolo sin el menor miramiento. Siendo tan pequeña, conseguías alborotar todo lo que era tan grande y monótono.
Dormías poco, parecía que no querías perderte nada de la vida. Me tropezaba con tu traviesa mirada en cada esquina, con esos enormes ojos abiertos como quien descubre algo sorprendente por primera vez. Y hacías cabrear a los perros. Y a otros gatos también. Eso te encantaba.
Tu inagotable energía y tu traviesa mirada arroparon buenos y malos momentos a lo largo de esa década. Década que esperaba que fuera más larga o al menos, no tan corta.
Pero no. Ahí estabas, contemplando la libertad. Inmóvil. Jardín, libertad y tú, siendo uno. Para siempre.
¿Y lo que jode darle la razón a tu escepticismo? A esa barrera antihostias que te protege de toda posibilidad de sentir.
Jode tener razón cuando no quieres tenerla.
Y es que ya no sientes ni esperas ya nada, ni decepciones, ni sorpresas. Ansías eso si, la tristeza ensordecedora fruto de tus ilusiones despedazándose contra el suelo. Pero no llega. No hay ni suelo ni ilusiones que romper. Hay una finísima capa de agua en calma que se mantiene inmutable por mucho que se pise.
Eres una gasolinera abandonada a uno de los lados de la carretera. De esas que no tienen ni pintadas y si las tienen, se han dibujado rápido y sin ganas. Casi ni se podría decir que sean pintadas; son mera suciedad precoz que alguien ha dejado a desgana contra algunas de sus aburridas paredes.
Esa suciedad se queda y otros recuerdos se borran.
Alguien escribió alguna vez que el secreto de la felicidad es mantener bajas las expectativas. Siempre que escucho esa frase pienso en esa gasolinera. En sus pintadas. En la suciedad. En la maleza tapando cicatrices. En toda la estructura decrépita que ya no espera nada más que el paso del tiempo.
Es lo contrario a una experiencia forzada, una de tantas que decidiste vivir porque se supone que debías hacerlo.
Es el rostro de la chica que amas rozando tu espalda para que vuelvas con ella a su cama, cama que abandonaste para atender cosas urgentes del trabajo.
Es la perfecta herramienta hecha a mano, que sirve para crear de la misma forma que ha sido creada.
Es la feminidad, esa que has conocido, que dista mucho de cuerpos perfectos, caras bonitas o voces de increíble dulzura y más tiene que ver con cómo usar todas esas cosas.
Son las cervezas, el café y el tiempo con amigos. Ese tiempo que es oxígeno para tu cordura, para tu alma y para tu humanidad.
Son esas noches en las que mirabas a la luna con tus ojos de chaval de quince años, deseabas encontrarte con ella y ella no deseaba encontrarse contigo.
Es la resistencia, esa resistencia que no creías tener y que has sufrido tener.
Es la mirada de alguien al que has ayudado, no por que te sintieses bien al hacerlo, sino porque no podías vivir sin hacerlo.
Es el tiempo perdido, ese tiempo que volverías a perder, sumado a otros tantos minutos que has aprovechado tanto.
Es el sabor del ron, olvidado durante años en barricas que antes sirvieron para almacenar whisky.
Son las cartas que te enviaron o que te dieron en mano. Palabras escritas a boli o pluma sobre papel de cuadrícula o normal, que son capaces de hacerte recordar cómo de estúpido y mejor eras entonces.
Es la aguja cayendo en el surco segundos antes de que la canción empiece a sonar, mezclando el silencio con pequeños y agradables chasquidos producidos por partículas de polvo que se encuentran a su paso.
Es la terrible soledad a la que fuiste fiel y con la que creciste, hacia abajo.
Es el sexo bien hecho, desde la seducción hasta la pasión expresada con la suciedad que emana del placer.
Es lo efímero pero intenso, que casi nunca es algo malo o carente de valor.
Es la conexión con otros seres vivos, que se traduce en comprensión sin necesidad de emitir sonido alguno o tener que decir una sola palabra.
Son las oportunidades que perdiste, y que volverías a perder.
Es la lección que has aprendido al saber cómo transformar la necesidad de tener cosas, en necesidad de vivir experiencias.
Es el reconocer lo auténtico y experimentarlo.
Es lo que enseñas y ves que cobra vida a través de personas que no son tú.
Es la inocencia, tristemente perdida y desperdiciada, que cuando aparece de nuevo a algunos les parece ridícula y a ti te enamora.
Son los ojos de color del ron de tu chica, esa que amaste tanto.
Son pensamientos que jamás arrojarías al agua y a los que no darías de comer después de media noche.
Es la cerveza fría en el balcón de tu casa a las 3:00am después de una noche de trabajo.
Es el bolígrafo bic amarillo escribiendo en un moleskine negro, ambos compañeros de viajes, reuniones y sufridores de pensamientos.