Sin título

3 de agosto de 2025

Fuimos diseñados para ser sacudidos por dentro, para conectar a través de los sentidos.

Tememos que sistemas inertes reemplacen lo que nos remueve. Que los textos que leamos sean todos los mismos. Que digan las mismas cosas, todos de la misma forma.

Sentimos pereza, inmensa, al leer otra frase vomitada sin ganas. Otra frase que roba nuestra atención sin devolvernos nada a cambio. Y añoramos que nos arranquen una sonrisa.
Tememos olvidar. Olvidar sentir cómo se nos eriza el vello al leer algo escrito con la maestría, y picardía, de alguien que sabe dibujar lo que siente por dentro.

Nada sustituye a lo que se escribe desde las entrañas. Entre todo el ruido, lo auténtico se luce y reluce sin esfuerzo.
La autenticidad nos mira de frente y nos dice que aquí está, y que la observemos atentamente para recordarla como es debido.

En nuestra mano está no confundirla con cualquier mierda del tres al cuarto.
En nuestra mano está no olvidarla.

Caminos

1 de agosto de 2025

Todo camino fue antes hierba, roca o maleza. Todo camino fue un paso hacia algo o alguien. Todo camino nos muestra la ruta que otra persona, al menos una, también siguió. Todo camino contiene al menos una historia y las historias, caminos son.

Anochecer

24 de julio de 2025

A esta hora, los distintos tonos de azul envuelven al naranja del fuego en el firmamento. A medida que avanza la noche, el azul contrasta con el rojo de las pequeñas luces que corren por las calles. Desde las aceras, otras luces, amarillas, las observan, colgadas e inmóviles, condenadas a no poder tocarlas.
Mientras tanto, los edificios iluminan, poco a poco, algunos de sus cuadros. En ellos se muestran diferentes escenas. Escenas de soledad y familia. De alegría compartida y de un sofá vacío frente a una televisión.
Sobre los tejados, unas pequeñas criaturas caminan con sigilo, de uno a otro, sin perder su elegancia. Buscan el mejor lugar desde el que contemplar, con sus ojos felinos, la inmensidad de la luna.

Estafa en dos actos

13 de julio de 2025

I

Sola, las manos le tiemblan al intentar pulsar el número de teléfono. Sucedió hace apenas unos minutos. No puede hablar. Siente rabia. Falta aire. Le falta aire. El puñal, más frío que uno hecho de hielo, sigue clavado en su estómago, desgarrándola por dentro. Su corazón es ahora un puño que le aprieta la garganta y tira de ella hacia abajo. Hacía sus entrañas. Contiene las lágrimas. Le duele la cara. Quiere llorar. Quiere llorar pero contiene las lágrimas. Quiere desaparecer. No morir, se maldice por haber nacido. Piensa en los números de la cuenta bancaria. Los que faltan. Tanto esfuerzo, perdido, por amor. Amor de madre. Era mucho dinero. Pero no es el dinero. Es el esfuerzo, los sacrificios, lo que no ha podido vivir por tenerlo. Piensa en su hija. Se culpa por desear no haber nacido. Fue ella y sólo ella, la que no pensó. Actuó sin pensar. Se llama tonta. Tonta no, estúpida. Esas palabras, que salen de su corazón, palpitan en su garganta sin llegar a ser pronunciadas pero sí repetidas, una y otra vez. Se pregunta por qué hizo caso a ese mensaje. Su hija siempre le decía que nunca hiciera caso de los mensajes. Aunque parecieran de ella. Especialmente si parecían de ella. Se desploma. Cae al suelo con el teléfono en la mano. Llora, impotente. El suelo está frío. Ella también está fría. No puede moverse. No quiere moverse. Quiere que todo termine.
Consigue apretar el botón de llamada.

— ¿Sí? ¿Mamá?

II

Se vistió sin pensar. Bajó a toda prisa. Se subió al coche. Tras diez minutos, que le resultaron una eternidad, aparcó como pudo y cerró el vehículo, también como pudo. Subió corriendo los cuatro pisos y, por fin, llegó a la puerta. Casi sin aire en los pulmones.
Rebuscó en el bolso, pero no encontró las llaves de esa puerta. Se las había dejado en casa. Tocó el timbre, varias veces, mientras trataba de recuperar el aliento.

La puerta se abrió, y tras ella estaba su madre, con el rostro desfigurado por la tristeza. Sólo la había visto así en otra ocasión, cuando su padre murió, años atrás. Aquella pérdida la quebró por dentro, llevándose consigo la entereza que siempre la había definido. Pero esta vez, además del dolor y la angustia que ya había percibido por teléfono, notó algo más en su mirada. Vergüenza. Una vergüenza muy profunda, contenida en unos ojos incapaces de sostener los suyos.

Le preguntó que qué había pasado. Su madre, entre sollozos, le suplicó que la perdonara. Que había cometido un error. Un error terrible, el error de su vida. Esas palabras, pronunciadas entre lágrimas, retumbaron por toda la escalera.

Entraron en casa y fueron a la cocina. Esta era tan acogedora como recordaba, con sus armarios de madera, su horno, frigorífico y una gran mesa de madera en el centro. Al ver a su madre sentarse, despacio, en aquella mesa, recordó diferentes momentos de su infancia. Visualizó a sus padres repasando las cuentas sobre esa mesa durante el invierno. Se vio a sí misma estudiando allí mientras su madre cocinaba. Recordó las cenas de los sábados hasta tarde, las sobremesas del domingo, los consejos de su padre y, más tarde, los de su madre. Recordó las cenas de Navidad, que casi siempre eran humildes, y las noches en que cenaba con su abuela, que la acostaba antes de que sus padres llegaran del trabajo. Recordó el aroma del café de madrugada, mucho antes de levantarse para ir al colegio. Recordó los libros heredados de primos o vecinos y aquellas conversaciones, en voz baja para que nadie los oyera hablar, sobre cuentas en rojo y los recibos de luz y agua que estarían a punto de llegar.

Puso un cazo con agua a hervir, sacó dos sobres de tila y dos tazas del armario. Después, se sentó junto a su madre. Le pidió que se tomara su tiempo, que le contara todo con calma. Mientras hablaba, ella la escuchaba en silencio, sosteniéndole la mano, que aún temblaba, nerviosa.
Le explicó que recibió un mensaje que creyó que era suyo. Que decía necesitar una transferencia urgente y, sin pensarlo, envió una gran cantidad de dinero. Su voz se quebraba al recordarlo.
Intentó calmarla. Lo hecho, hecho estaba. Ahora tocaba poner una denuncia y seguir adelante, como siempre habían hecho. Le sirvió la infusión, y siguieron hablando, recordando otros tiempos. Tiempos difíciles que también parecían imposibles de superar, pero que quedaron atrás. Y, como entonces, volverían a hacerlo. Juntas.

Su madre recobró poco a poco la calma. Cuando por fin recuperó también la entereza, salieron a poner la denuncia. Esa noche, se quedó con ella y durmió en su antigua habitación, la de cuando era niña. Allí estaban sus antiguos libros y cuadernos. También estaban las fotografías enmarcadas de ella junto a sus padres. Desde aquella cama de noventa, pensaba en lo distinta que era ahora su vida, tan distinta a la que ellos vivieron. Y que lo era, gracias a que se lo habían dado todo, incluso en los momentos más duros, cuando ellos apenas tenían nada.

Después de aquel episodio, las visitas se hicieron cada vez más frecuentes. Los años pasaron. Llegaron los biberones, los cumpleaños, las risas, las sobremesas, las meriendas y también las infusiones, que compartían hasta el anochecer. Llegaron los momentos que hacen olvidar el pasado y detienen el presente.
Momentos que vivieron, juntas, en aquella misma cocina.

La cuenta

9 de julio de 2025

Hacía tiempo que quería ir a ese restaurante. Aproveché la ocasión para ir con una chica con la que coincidí, semanas atrás, en un curso de cocina. Fue el lugar perfecto para conocernos mejor. Le conté a qué me dedicaba, mi historia antes de llegar a la ciudad, mis aficiones, que no son pocas, y todos los proyectos que tenía entre manos. Se notaba que conectábamos bien, la conversación no paró en toda la noche. Pero ya era tarde y debíamos irnos. Había que trabajar mañana. Posiblemente, volveríamos a vernos otro día. Era el momento de pedir la cuenta.

Discutimos brevemente sobre quién iba a pagarla. Que si a medias. Que de ningún modo, que ya que yo había elegido el sitio, me tocaba a mí pagar. Así quedaba pendiente que ella eligiera otro sitio, otro día, y así, de ese modo, ya estaríamos en paz. Ella accedió. Yo, satisfecho por el acuerdo, busqué con la mirada a algún camarero. Sin éxito.
Juraría que varios habían pasado cerca de nuestra mesa hacía apenas un minuto, pero ahora no se veía a nadie. Mientras los buscaba, crucé la mirada con personas de otra mesa por error. Quizás pensaron que les estaba mirando a ellas. Pero era evidente que mi mirada buscaba camareros y no fisgonear vidas ajenas. Vidas que no me interesaban en absoluto. Quizás se creían el centro de atención.
La gente es así.

Parece que están ocupados, comenté, para romper el silencio. Hablamos un poco más, ella empezó a contarme que a la mañana siguiente tenía una reunión muy importante en su trabajo, pero, mientras yo preguntaba sobre qué era la reunión, un camarero pasó cerca de nosotros. Alcé entonces mi mano dibujando como garabatos en el aire, sin darme cuenta que miraba a otra persona mientras otra se quedaba con la palabra en la boca. El camarero no me vio. Llevaba unos platos a la cocina a toda velocidad. Fue raro porque yo soy alto y grande. Pero no me vio.

Al volver yo (y mi atención) a la mesa, mi acompañante ahora estaba en silencio, dando un sorbo al vaso de agua, uno que pidió antes porque ya había bebido demasiado vino. Comenté, divertido, que al parecer yo no era tan visible ni tan grande como creía. Ella no se rió. Comentó que tendrían mucho trabajo. Le volví a preguntar por esa reunión. Ella retomó el tema.
Al parecer tenía problemas con alguno de sus jefes, o algo así, y estaba ansiosa por ello. No pude prestar mucha atención porque en ese momento, otra camarera apareció en mi ángulo de visión. Aquella camarera llevaba la cuenta a otra mesa. Si conseguía verme, me traería la cuenta y podríamos irnos de allí. Quizás a charlar a un lugar más tranquilo, sobre esa reunión, sobre ese jefe que, sin ninguna duda, no sería tan buena gente si le provocaba tal incomodidad.
La camarera terminó de cobrar a la gente de la otra mesa, que ya eran libres para ponerse las chaquetas e irse. Al ver mi gesto nervioso, me respondió con un gesto amable, confirmando que me había visto, que volvería enseguida y nos traería la cuenta.

Volví la mirada a la mesa, otra vez. Mi acompañante estaba ahora mirando al móvil. Estaría mirando los detalles de aquella reunión o algo del trabajo. Le comenté que en todas las empresas hay un jefe complicado, de esos que parece que están amargados sin explicación alguna, que estuviera tranquila, que iba a salir bien. Me devolvió un escueto “ya” con una sonrisa de resignación, guardando el móvil en el bolso.
Volví a rastrear el local por si volvía a ver a aquella camarera. Aquella que me había hecho una señal, una promesa, de que me traería la cuenta. Mi acompañante se disculpó, porque necesitaba ir al baño. Era normal, el vino y el agua estaban haciendo efecto. Mejor ir al baño ahora, mientras yo conseguía que nos trajesen la cuenta.

De nuevo no había camareros. La chica de antes había desaparecido y con ella el resto de sus compañeros.
Al volver del baño, mi acompañante me preguntó si ya me habían traído la cuenta. Le dije que no. Un hombre que parecía el encargado, pasó a nuestro lado y mi acompañante fue quien pidió entonces, alzando su mano y voz, la cuenta por favor. El hombre nos dijo que por supuesto, que enseguida nos la traería. Minutos más tarde no se veía encargado, camarera ni camarero. Otra promesa rota.

El local ya estaba casi vacío, sólo quedaba gente en otra mesa, al fondo. Era otra pareja que parecía no tener prisa alguna. Se les veía compartir más vino y sonrisas. En nuestra mesa, quedaba el silencio y la impaciencia.
Hice un comentario sobre la pena que es que un sitio que estaba tan bien, estropease la experiencia al no ser rápidos ni efectivos cobrando. Entonces mi compañera comentó que aquel lugar, tampoco estaba tan bien. Sorprendido, le pregunté si no le había gustado. Me dijo que no estaba mal, pero que no era para tanto.
Le pregunté que por qué no lo había comentado. Que no pasaba nada. Que no todo el mundo tenía por qué coincidir en los mismos gustos. O al menos coincidir, bromee, en los buenos. Ella respondió (sin seguir la broma) que como me vio tan entusiasmado, hablando tanto sobre mí, sobre ese sitio y sobre las personas tan interesantes que me lo habían recomendado, tampoco quería ella interrumpirme mucho con su opinión.

Me quedé pensativo. En silencio. No terminaba de entender el tono de esa respuesta. Probablemente, serían los nervios. Por la reunión que tenía al día siguiente. No todo el mundo hoy en día es capaz de gestionar bien la presión de su trabajo. Como ocurría en aquel restaurante. Quizás ella tuviera razón al fin y al cabo. Con relación al sitio. Tampoco era tan complicado traer la cuenta.
Seguramente ella era como estos camareros, tardaría en hacer su trabajo, constantemente, y por eso su jefe no la veía con buenos ojos. Quizás ese nerviosismo, el cual claramente no era capaz de gestionar era el que le impidió apreciar la conversación y la velada.
Le dije que no pasaba nada, que entendía su frustración. Que un mal día lo tenía cualquiera. Le di un par de consejos. Me sentí bien por ayudar. Ella quedó en silencio.
Seguramente reflexionando.

El silencio en la mesa se rompió por la llegada de la cuenta. Nos pidieron disculpas. Qué menos. Y finalmente nos fuimos del sitio.
Ella pidió un taxi. Yo un Uber.
Nunca volvimos a vernos.