El relevo
9 de mayo de 2025En este mundo, el viento y la nieve luchan sin descanso, fundidos en un baile inclemente que entorpece la vista y desgasta la existencia desde hace ya demasiado tiempo. Sus aullidos, resultado de esa lucha, son omnipresentes; se escuchan en cada recóndito lugar. En uno de esos lugares, se adivina, a lo lejos, la figura de un edificio gris sin ventanas y con forma de fortaleza. Este, se encuentra casi totalmente enterrado por la nieve, salvo su parte delantera, donde un pasillo de hielo, de varios metros de ancho y profundidad, se extiende desde una gigantesca puerta de acero hasta perderse en el horizonte.
Delante de esa puerta, se pueden distinguir dos pequeñas siluetas, que la custodian como soldaditos de plomo, inmóviles, con su mirada iluminada fija en el horizonte.
«Bip». Un leve pitido surgió del interior de la silueta de la derecha: un robot humanoide. La silueta de al lado, la del otro robot, giró la cabeza hacia él, como si el pitido hubiera despertado su curiosidad.
«Te estás quedando sin batería» comentó el robot de la izquierda, acercándose a su compañero mientras sacaba un cable de su espalda para conectarlo en la del otro, que permanecía inmóvil, sin expresión alguna.
La recarga completa de su batería requeriría cuatro días humanos. Para ellos, la percepción del tiempo era muy distinta a la nuestra, pero, para facilitar la comprensión, expresaremos el tiempo en términos humanos para contar esta pequeña historia.
Mientras permanecía al lado de su inerte compañero, nuestro protagonista intentaba recordar, entre sus registros, cuándo había sido la última vez que alguien recargó su batería. Fue otro robot el que lo hizo, hace dos décadas humanas, antes de llegar a la puerta. Antes de eso, encontraba menciones sobre otra puerta, pero no tenía archivos ni imágenes sobre ello, sólo escuetas líneas de registro en archivos que parecían ser parte de su pasado. Pero eso no era importante en ese momento. Se necesitaban dos centinelas en esa puerta que esperasen instrucciones, por lo que la prioridad era cargar a su compañero y garantizar que ambos estuvieran en óptimas condiciones para seguir custodiando la puerta hasta recibir instrucciones.
No podía sentir el frío, pero registraba con precisión cada cambio de temperatura, la fuerza del viento y el porcentaje de visibilidad. En ese momento y teniendo en cuenta la tempestad que tenía delante, podía ver con claridad a cien metros de distancia y detectar movimiento en un radio de un kilómetro; aunque en veinte años humanos no había detectado más movimiento que el de la nieve arrastrada sin piedad por el eterno temporal en el que estaban envueltos.
Aunque su compañero no hablaba ni mostraba expresión alguna, se había habituado a tenerlo cerca. Además, según el protocolo, se necesitaban dos centinelas en la puerta, y ambos debían esperar instrucciones.
«Biiiiip, Bip» El sonido indicaba el fin de la carga, aunque aún faltaban dos días para que la batería estuviera completamente cargada. Eso era inusual, por lo que decidió iniciar un diagnóstico del estado de la batería de su compañero. Pero, antes siquiera de comenzar, su compañero se agitó con brusquedad y lo arrastró consigo, hasta que ambos cayeron al suelo frente a la puerta. El cable de carga se soltó y sin aparente motivo, el robot empezó a correr hacia el infinito pasillo de hielo que se extendía frente a ellos.
Ahora tenía que decidir. Su deber era vigilar la puerta y esperar instrucciones, pero no podía hacerlo solo: se requerían dos centinelas para ello. Por eso, decidió ir en busca de su compañero.
Correr por la nieve en mitad de un temporal como ese no era nada sencillo, ni siquiera para un robot como él. El pasillo de hielo daba cierta protección y se mantenía intacto gracias a un sistema de quitanieves y barrido que absorbía la nieve continuamente y la expulsaba al exterior. Parecía diseñado para despejar una carretera y era, precisamente, la ruta de aquella senda, la que permanecía sin sepultar por decenas de metros de nieve, dejando marcado ese pasillo desde hacía no sólo décadas, sino siglos humanos.
La intensidad del temporal dejaba una capa de nieve perpetua en el suelo, que el sistema de quitanieves no daba abasto para eliminar y que resultaba difícil de atravesar.
Pasaron semanas de búsqueda. Día y noche, seguía, incansable, las pisadas de su compañero. La puerta, a cientos de kilómetros atrás, había quedado desprotegida. Nadie aguardaba instrucciones allí. La prioridad de nuestro protagonista seguía siendo clara: dos centinelas, ni uno menos, debían custodiarla.
Con el paso del tiempo, empezó a buscar en su memoria imágenes de su compañero junto a él, en la puerta, esperando instrucciones. Al principio lo hacía de forma puntual, como un simple chequeo para asegurarse de que los datos seguían intactos. Pero, con los días, las consultas se volvieron frecuentes, casi inevitables.
Aquel robot no sólo recordaba, sino que valoraba lo que recordaba. Era sentiente y echaba de menos. No podía distinguir entre su programación (grabada siglos atrás para asegurar que siempre hubiera dos centinelas en la puerta) y una necesidad mucho más íntima: la de no estar solo.
Dos meses después, encontró un robot inmóvil, tendido boca abajo sobre la nieve. El identificador junto a la toma de carga no coincidía con el de su compañero. Parecía intacto, pero su batería estaba completamente descargada.
De nuevo tenía que decidir: cargar a ese robot lo suficiente como para regresar juntos a la puerta y esperar instrucciones, tal como dictaban sus directrices; o continuar la búsqueda de su compañero, algo que, desde la perspectiva de cualquier otro robot, ya no tenía demasiado sentido.
Estaba confuso. No por las opciones a la hora de elegir, sino por la duda misma.
Por primera vez, identificaba con claridad dos de sus sentimientos: la indecisión y el miedo. El miedo a no volver a ver a su compañero. Un compañero que, en todos sus registros de memoria, jamás le dirigió la palabra, nunca apartó la vista del horizonte, y con toda seguridad nunca fue consciente ni de él, ni de su propia existencia. Sin embargo, nuestro protagonista, sí que era consciente. De sí mismo. Y de su soledad, también.
Dudaba, por tanto, entre obedecer unas instrucciones grabadas siglos atrás (quizá ya carentes de sentido) o continuar su marcha hacia lo desconocido, en busca de un ser que nunca le ofreció afecto ni simpatía.
Tomó una decisión intermedia: cargaría la batería de aquel robot lo suficiente para que pudiera regresar a la puerta, ahora desprotegida y sin ningún centinela esperando instrucciones.
Después, reanudaría su búsqueda. Sabía que, mientras cargaba al robot, la nieve borraría las huellas que seguía de su compañero, pero meses de experiencia recorriendo aquel pasillo de hielo le habían enseñado algo: sólo existía un camino. Hacia adelante.
La batería de su relevo estaba lo suficientemente cargada. Logró transmitirle las instrucciones para regresar a la puerta. El nuevo centinela, sin cuestionarlas, partió con celeridad hacia su destino. Él prosiguió su marcha hacia lo desconocido.
Pasaron varios meses más. Meses preguntándose por qué él, un robot que no parecía haber sido diseñado para sentir ni ser consciente de sí mismo, había desarrollado esa condición. Una condición que, lejos de ser una virtud, era, en ese mundo helado, una condena garantizada a la soledad.
Con determinación, y con la poca batería que le quedaba, logró llegar al final del camino. Allí encontró lo que parecía un espejismo del pasado: dos centinelas frente a otra puerta. Su compañero, ahora a la izquierda. Otro centinela, a la derecha.
«Bip». El pitido de batería baja sonó esta vez desde su interior. Unos pasos más adelante, cayó al suelo, a pocos metros de su antiguo compañero.
Este bajó la mirada hacia él y, sin expresión alguna, extendió el cable para recargarlo.
«Biiiiip, Bip». La batería se había cargado por completo. El cuerpo de nuestro protagonista volvió a activarse, pero sus ojos, aunque brillaban con fuerza, ya no mostraban ni curiosidad ni sentimiento.
Al incorporarse, comprobó que frente a la puerta había ya dos centinelas. Consultó su registro: existía otra puerta, y otro robot había partido hacia ella tiempo atrás. Calculó que debía ponerse en marcha cuanto antes.
Era de vital importancia que aquella puerta también contara con dos centinelas, esperando instrucciones.
Fin.
– Asier