Estafa en dos actos
13 de julio de 2025I
Sola, las manos le tiemblan al intentar pulsar el número de teléfono. Sucedió hace apenas unos minutos. No puede hablar. Siente rabia. Falta aire. Le falta aire. El puñal, más frío que uno hecho de hielo, sigue clavado en su estómago, desgarrándola por dentro. Su corazón es ahora un puño que le aprieta la garganta y tira de ella hacia abajo. Hacía sus entrañas. Contiene las lágrimas. Le duele la cara. Quiere llorar. Quiere llorar pero contiene las lágrimas. Quiere desaparecer. No morir, se maldice por haber nacido. Piensa en los números de la cuenta bancaria. Los que faltan. Tanto esfuerzo, perdido, por amor. Amor de madre. Era mucho dinero. Pero no es el dinero. Es el esfuerzo, los sacrificios, lo que no ha podido vivir por tenerlo. Piensa en su hija. Se culpa por desear no haber nacido. Fue ella y sólo ella, la que no pensó. Actuó sin pensar. Se llama tonta. Tonta no, estúpida. Esas palabras, que salen de su corazón, palpitan en su garganta sin llegar a ser pronunciadas pero sí repetidas, una y otra vez. Se pregunta por qué hizo caso a ese mensaje. Su hija siempre le decía que nunca hiciera caso de los mensajes. Aunque parecieran de ella. Especialmente si parecían de ella. Se desploma. Cae al suelo con el teléfono en la mano. Llora, impotente. El suelo está frío. Ella también está fría. No puede moverse. No quiere moverse. Quiere que todo termine.
Consigue apretar el botón de llamada.
— ¿Sí? ¿Mamá?
II
Se vistió sin pensar. Bajó a toda prisa. Se subió al coche. Tras diez minutos, que le resultaron una eternidad, aparcó como pudo y cerró el vehículo, también como pudo. Subió corriendo los cuatro pisos y, por fin, llegó a la puerta. Casi sin aire en los pulmones.
Rebuscó en el bolso, pero no encontró las llaves de esa puerta. Se las había dejado en casa. Tocó el timbre, varias veces, mientras trataba de recuperar el aliento.
La puerta se abrió, y tras ella estaba su madre, con el rostro desfigurado por la tristeza. Sólo la había visto así en otra ocasión, cuando su padre murió, años atrás. Aquella pérdida la quebró por dentro, llevándose consigo la entereza que siempre la había definido. Pero esta vez, además del dolor y la angustia que ya había percibido por teléfono, notó algo más en su mirada. Vergüenza. Una vergüenza muy profunda, contenida en unos ojos incapaces de sostener los suyos.
Le preguntó que qué había pasado. Su madre, entre sollozos, le suplicó que la perdonara. Que había cometido un error. Un error terrible, el error de su vida. Esas palabras, pronunciadas entre lágrimas, retumbaron por toda la escalera.
Entraron en casa y fueron a la cocina. Esta era tan acogedora como recordaba, con sus armarios de madera, su horno, frigorífico y una gran mesa de madera en el centro. Al ver a su madre sentarse, despacio, en aquella mesa, recordó diferentes momentos de su infancia. Visualizó a sus padres repasando las cuentas sobre esa mesa durante el invierno. Se vio a sí misma estudiando allí mientras su madre cocinaba. Recordó las cenas de los sábados hasta tarde, las sobremesas del domingo, los consejos de su padre y, más tarde, los de su madre. Recordó las cenas de Navidad, que casi siempre eran humildes, y las noches en que cenaba con su abuela, que la acostaba antes de que sus padres llegaran del trabajo. Recordó el aroma del café de madrugada, mucho antes de levantarse para ir al colegio. Recordó los libros heredados de primos o vecinos y aquellas conversaciones, en voz baja para que nadie los oyera hablar, sobre cuentas en rojo y los recibos de luz y agua que estarían a punto de llegar.
Puso un cazo con agua a hervir, sacó dos sobres de tila y dos tazas del armario. Después, se sentó junto a su madre. Le pidió que se tomara su tiempo, que le contara todo con calma. Mientras hablaba, ella la escuchaba en silencio, sosteniéndole la mano, que aún temblaba, nerviosa.
Le explicó que recibió un mensaje que creyó que era suyo. Que decía necesitar una transferencia urgente y, sin pensarlo, envió una gran cantidad de dinero. Su voz se quebraba al recordarlo.
Intentó calmarla. Lo hecho, hecho estaba. Ahora tocaba poner una denuncia y seguir adelante, como siempre habían hecho. Le sirvió la infusión, y siguieron hablando, recordando otros tiempos. Tiempos difíciles que también parecían imposibles de superar, pero que quedaron atrás. Y, como entonces, volverían a hacerlo. Juntas.
Su madre recobró poco a poco la calma. Cuando por fin recuperó también la entereza, salieron a poner la denuncia. Esa noche, se quedó con ella y durmió en su antigua habitación, la de cuando era niña. Allí estaban sus antiguos libros y cuadernos. También estaban las fotografías enmarcadas de ella junto a sus padres. Desde aquella cama de noventa, pensaba en lo distinta que era ahora su vida, tan distinta a la que ellos vivieron. Y que lo era, gracias a que se lo habían dado todo, incluso en los momentos más duros, cuando ellos apenas tenían nada.
Después de aquel episodio, las visitas se hicieron cada vez más frecuentes. Los años pasaron. Llegaron los biberones, los cumpleaños, las risas, las sobremesas, las meriendas y también las infusiones, que compartían hasta el anochecer. Llegaron los momentos que hacen olvidar el pasado y detienen el presente.
Momentos que vivieron, juntas, en aquella misma cocina.