La cuenta
9 de julio de 2025Hacía tiempo que quería ir a ese restaurante. Aproveché la ocasión para ir con una chica con la que coincidí, semanas atrás, en un curso de cocina. Fue el lugar perfecto para conocernos mejor. Le conté a qué me dedicaba, mi historia antes de llegar a la ciudad, mis aficiones, que no son pocas, y todos los proyectos que tenía entre manos. Se notaba que conectábamos bien, la conversación no paró en toda la noche. Pero ya era tarde y debíamos irnos. Había que trabajar mañana. Posiblemente, volveríamos a vernos otro día. Era el momento de pedir la cuenta.
Discutimos brevemente sobre quién iba a pagarla. Que si a medias. Que de ningún modo, que ya que yo había elegido el sitio, me tocaba a mí pagar. Así quedaba pendiente que ella eligiera otro sitio, otro día, y así, de ese modo, ya estaríamos en paz. Ella accedió. Yo, satisfecho por el acuerdo, busqué con la mirada a algún camarero. Sin éxito.
Juraría que varios habían pasado cerca de nuestra mesa hacía apenas un minuto, pero ahora no se veía a nadie. Mientras los buscaba, crucé la mirada con personas de otra mesa por error. Quizás pensaron que les estaba mirando a ellas. Pero era evidente que mi mirada buscaba camareros y no fisgonear vidas ajenas. Vidas que no me interesaban en absoluto. Quizás se creían el centro de atención.
La gente es así.
Parece que están ocupados, comenté, para romper el silencio. Hablamos un poco más, ella empezó a contarme que a la mañana siguiente tenía una reunión muy importante en su trabajo, pero, mientras yo preguntaba sobre qué era la reunión, un camarero pasó cerca de nosotros. Alcé entonces mi mano dibujando como garabatos en el aire, sin darme cuenta que miraba a otra persona mientras otra se quedaba con la palabra en la boca. El camarero no me vio. Llevaba unos platos a la cocina a toda velocidad. Fue raro porque yo soy alto y grande. Pero no me vio.
Al volver yo (y mi atención) a la mesa, mi acompañante ahora estaba en silencio, dando un sorbo al vaso de agua, uno que pidió antes porque ya había bebido demasiado vino. Comenté, divertido, que al parecer yo no era tan visible ni tan grande como creía. Ella no se rió. Comentó que tendrían mucho trabajo. Le volví a preguntar por esa reunión. Ella retomó el tema.
Al parecer tenía problemas con alguno de sus jefes, o algo así, y estaba ansiosa por ello. No pude prestar mucha atención porque en ese momento, otra camarera apareció en mi ángulo de visión. Aquella camarera llevaba la cuenta a otra mesa. Si conseguía verme, me traería la cuenta y podríamos irnos de allí. Quizás a charlar a un lugar más tranquilo, sobre esa reunión, sobre ese jefe que, sin ninguna duda, no sería tan buena gente si le provocaba tal incomodidad.
La camarera terminó de cobrar a la gente de la otra mesa, que ya eran libres para ponerse las chaquetas e irse. Al ver mi gesto nervioso, me respondió con un gesto amable, confirmando que me había visto, que volvería enseguida y nos traería la cuenta.
Volví la mirada a la mesa, otra vez. Mi acompañante estaba ahora mirando al móvil. Estaría mirando los detalles de aquella reunión o algo del trabajo. Le comenté que en todas las empresas hay un jefe complicado, de esos que parece que están amargados sin explicación alguna, que estuviera tranquila, que iba a salir bien. Me devolvió un escueto “ya” con una sonrisa de resignación, guardando el móvil en el bolso.
Volví a rastrear el local por si volvía a ver a aquella camarera. Aquella que me había hecho una señal, una promesa, de que me traería la cuenta. Mi acompañante se disculpó, porque necesitaba ir al baño. Era normal, el vino y el agua estaban haciendo efecto. Mejor ir al baño ahora, mientras yo conseguía que nos trajesen la cuenta.
De nuevo no había camareros. La chica de antes había desaparecido y con ella el resto de sus compañeros.
Al volver del baño, mi acompañante me preguntó si ya me habían traído la cuenta. Le dije que no. Un hombre que parecía el encargado, pasó a nuestro lado y mi acompañante fue quien pidió entonces, alzando su mano y voz, la cuenta por favor. El hombre nos dijo que por supuesto, que enseguida nos la traería. Minutos más tarde no se veía encargado, camarera ni camarero. Otra promesa rota.
El local ya estaba casi vacío, sólo quedaba gente en otra mesa, al fondo. Era otra pareja que parecía no tener prisa alguna. Se les veía compartir más vino y sonrisas. En nuestra mesa, quedaba el silencio y la impaciencia.
Hice un comentario sobre la pena que es que un sitio que estaba tan bien, estropease la experiencia al no ser rápidos ni efectivos cobrando. Entonces mi compañera comentó que aquel lugar, tampoco estaba tan bien. Sorprendido, le pregunté si no le había gustado. Me dijo que no estaba mal, pero que no era para tanto.
Le pregunté que por qué no lo había comentado. Que no pasaba nada. Que no todo el mundo tenía por qué coincidir en los mismos gustos. O al menos coincidir, bromee, en los buenos. Ella respondió (sin seguir la broma) que como me vio tan entusiasmado, hablando tanto sobre mí, sobre ese sitio y sobre las personas tan interesantes que me lo habían recomendado, tampoco quería ella interrumpirme mucho con su opinión.
Me quedé pensativo. En silencio. No terminaba de entender el tono de esa respuesta. Probablemente, serían los nervios. Por la reunión que tenía al día siguiente. No todo el mundo hoy en día es capaz de gestionar bien la presión de su trabajo. Como ocurría en aquel restaurante. Quizás ella tuviera razón al fin y al cabo. Con relación al sitio. Tampoco era tan complicado traer la cuenta.
Seguramente ella era como estos camareros, tardaría en hacer su trabajo, constantemente, y por eso su jefe no la veía con buenos ojos. Quizás ese nerviosismo, el cual claramente no era capaz de gestionar era el que le impidió apreciar la conversación y la velada.
Le dije que no pasaba nada, que entendía su frustración. Que un mal día lo tenía cualquiera. Le di un par de consejos. Me sentí bien por ayudar. Ella quedó en silencio.
Seguramente reflexionando.
El silencio en la mesa se rompió por la llegada de la cuenta. Nos pidieron disculpas. Qué menos. Y finalmente nos fuimos del sitio.
Ella pidió un taxi. Yo un Uber.
Nunca volvimos a vernos.